Etapa 0: antes de partir
Como les conté en el artículo Retomando el camino siempre tuve en mente hacer el Camino. Por mi cercanía con las ciudades de Ferrol y Neda donde residí durante varios meses en 2018 y donde pasé el confinamiento por Covid en 2020, sabía que, si me animaba a hacerlo, la ruta elegida sería la del Camino inglés.
Me puse manos a la obra y me fui hasta el puerto de Ferrol a sacarme unas cuantas dudas sobre la ruta y me fui con unos cuantos papeles en la mano. El más importante para la organización de mi ruta es el que ven a continuación y se llama Pasaporte del peregrino (¡no confundir con la credencial del peregrino!).
Se trata de un folleto informativo que fue la base con la que planifiqué la ruta. A priori sabía que era una ruta corta (se puede hacer en cinco o seis días) y en este folleto tenía casi toda la información que necesitaba para organizar las diferentes etapas. Por ser mi primer Camino, decidí no arriesgar y hacer la ruta en seis días y no en cinco, ya que eso implicaría etapas más largas y dudaba un poco de mi forma física. Así que una vez que tenía una idea generalizada de la ruta a hacer, hice lo que todo buen peregrino tiene que hacer: empezar a caminar.
Etapa 1: Ferrol – Neda
El lunes 13 de julio de 2020 empezó mi aventura. Llegué al puerto de Ferrol sobre las 9.00 y empecé a caminar. Con el paso de los días, me iba a dar cuenta de que era mejor comenzar las etapas un poco más temprano, pero esa mañana me importaba poco haber salido un poco más tarde de lo aconsejado: sabía que la etapa no era muy larga.
Comencé a seguir las flechas amarillas que me guiaron por todo el barrio de A Magdalena, el centro de Ferrol. Había estado mil veces por las calles del llamado Ferrol Ilustrado (esa parte de la ciudad que cambió completamente de imagen cuando el arsenal real modificó sustancialmente la demografía de la urbe y cambió completamente la imagen del centro). Pasé por las emblemáticas plazas de Amboage, Armas y por el Cantón, además de pasar por edificios emblemáticos del centro como los del arquitecto modernista Rodolfo Ucha Piñeiro y, también que mencionarlo, por la fachada de la casa donde nació el dictador Francisco Franco.
Pasé por lugares donde tomé cervezas y cafés, por la veterinaria a la que suelo llevar a mi gata cuando tiene algún problema y hasta paré a comprar un cuarto de café Amador para llevar en la pequeña mochila que me acompañó ese día. A pesar de que se trataban de todos lugares conocidos para mí, esa mañana los vi de manera diferente: con ojos de peregrino.
El centro quedó atrás y la avenida de Esteiro me fue llevando hacia la ensenada de Caranza donde está la playa urbana de Ferrol: debo admitir que esta parte de la costa ferrolana no le hace justicia a las hermosas playas que se pueden encontrar en otras partes de la comarca de Ferrolterra que son igual de increíbles que otras partes del literal de la Península Ibérica. Este barrio no lo tenía muy transitado y me sorprendió gratamente su paseo costero.
Luego me tocó pasar por el polígono de A Gándara (sí, el Camino pasa por unos cuantos polígonos industriales y comerciales) que no tenía mucho de pintoresco, pero ahí hice por primera vez lo que se convertiría en una costumbre diaria hasta el final del camino: sellar la credencial de peregrino. Paré a tomar un café en un bar donde ponían el sello y luego continué para ir adentrándome en Narón, una ciudad pegada a Ferrol que es la antesala al fin de la etapa. Allí el paisaje se vuelve un tanto más rural: con la ría de fondo, me crucé con varios animales, casitas pequeñas, iglesias de piedra y mucha tranquilidad.
En los últimos kilómetros de la etapa, hay un camino complementario, es decir, un desvío que generalmente agrega algún que otro kilómetro a la caminata, pero que se compensa con algún sitio interesante para ver: en este caso un viejo molino. Decidí no tomar la ruta complementaria y comencé a bordear la ría justo a la altura donde se ve, al otro lado, el pueblo de Neda.
Finalmente crucé el puente de Xubia para llegar al albergue: eran las 12.30 y en poco más de tres horas y media había terminado la primera etapa. Tuve que esperar media hora en las mesas de afuera del albergue hasta que llegó la persona encargada del mismo (los albergues, debido a la situación excepcional del Covid, abren sus puertas de 13.00 a 22.00). Unos minutos antes de las 13.00, llegó la persona en cuestión a la que le pedí un nuevo sello para mi credencial y decidí seguir un poco más: a poco más de kilómetro y medio está el piso donde estuve pasando los últimos meses, así que en vez de dormir en el albergue, dormí en casa.
Ese día había salido con una pequeña mochila de 10 litros a sabiendas de que dormiría en casa, pero para las próximas etapas no tenía un buen equipaje, así que esa misma tarde, fui con el coche hasta Decathlon y me compré una buena mochila de 50 litros.
Etapa 2: Neda – Miño
La segunda etapa la comencé una hora antes de la que había comenzado la primera: a las 8.00 estaba en la puerta del piso y me puse a caminar con un peso mucho mayor que el del día anterior a mis espaldas. El Camino había comenzado… ¡de verdad!
Estaba fresco, el sol todavía estaba bajo y la quietud imperaba por todos lados. Fui descubriendo rincones de las cercanías de mi residencia que no conocía y que auguraban que esta aventura de varios días iba a ser una experiencia inolvidable.
Todavía seguía con esa sensación de haber salido hace diez minutos de casa cuando miré el reloj y constaté que llevaba más de una hora de caminata.
Llegué a Fene, el pueblo que le sigue a Neda, y obtuve un nuevo sello y constaté lo feliz que me hacía ver que aquella hoja de la credencial otrora vacía se iba llenando de dibujos generalmente circulares estampados en tinta azul.
Al pasar Fene, vino la primera sorpresa del Camino: una importante cuesta que hizo que la mochila pesara más y el tiempo pase más despacio. Por suerte, al cabo de un par de kilómetros de subida me encontré con una cuesta en bajada que me depositó en Cabanas. Me dirigí a la oficina de turismo a buscar otro sello, pero no hubo caso: era martes, día en que la pequeña caseta que funciona como oficina de turismo está cerrada. No obstante, llegar hasta allí fue una buena excusa para parar, sacarme la mochila unos minutos y descansar un poco mientras comía una fruta y tomaba algo de agua fresca.
Seguí caminando con el pensamiento de que me faltaba un sello. Crucé el puente que une Cabanas con Pontedeume: las vistas de la ría desde aquel puente son realmente pintorescas. Allí constaté las miradas un tanto inquisidoras de parte de todas las personas con las que me cruzaba: yo no llevaba la mascarilla puesta dado que hasta ese momento no era obligatoria en Galicia, si se podía mantener la distancia de seguridad. Pero Pontedeume es una localidad vacacional y la población había crecido bastante en los últimos días debido a la llegada del verano, con lo cual era más complicado mantener la distancia de seguridad. Además, en esos días se decretó el uso obligatorio de la mascarilla en Galicia independientemente de la distancia que se pudiera mantener en espacios públicos. Me sentí un poco incómodo y paré a colocármela.
En Pontedeume, me dirigí al albergue de peregrinos, no con la intención de quedarme allí, si no para obtener un nuevo sello. Sin embargo, solo me encontré con un fontanero que estaba reparando una avería: al igual que el día anterior, había llegado antes de las 13.00 y por eso no encontré a la persona encargada del albergue.
Me puse en marcha de nuevo, pasando el llamativo torreón que se encuentra a pocos metros del puente y me dirigí al concello (ayuntamiento) de la ciudad: ¡ahí sí obtuve finalmente el sello!
Entonces pasó algo iba a marcar el destino de esa etapa: le pregunté a la persona que me puso el sello por dónde seguía el camino. Me dio unas indicaciones que se almacenaron en mi memoria de corto plazo, específicamente en la sección de MUY corto plazo. A los 30 segundos de ponerme a caminar, ya me había olvidado si en la primera esquina tenía que doblar a la izquierda o a la derecha. La cuestión es que cuando creí que estaba perdido, junto a la antigua muralla encontré un mojón del Camino, pero para mi sorpresa no tenía los kilómetros que faltaban hasta Santiago, sino la palabra “complementario”: sí, una vez más un desvío que agregaba (vaya uno a saber) un par de kilómetros. Pensé por mis adentros la expresión más gallega que escuché en mi vida: “¡malo será!”.
Tomé aquel desvío para encontrarme a los pocos minutos con la cuesta más empinada de todo el Camino. A todo No solamente iba a ser la más empinada, sino también la más larga y, para hacer el panorama aún más desolador, yo llevaba más de tres horas caminando, lo que se traduce en más de 15 kilómetros con una mochila de más de diez kilos en la espalda. Costó, pero en algún momento, esa cuesta desapareció y la etapa comenzó a ir hacia abajo.
Pasadas las 13.00 comencé a ver en mi pulsera de actividad cuántos kilómetros llevaba caminando: ya había superado la barrera de los 20 y mentalmente me aliviaba la idea de que faltara poco para llegar (en teoría la etapa tiene 22,5 km).
Sin embargo, todavía me faltaría más de una hora para llegar. Al final, pasadas las 14.30 llegué al albergue de Miño después de pensar varias veces en que dicho albergue, tal vez, no existía.
IMPORTANTE: a diferencia del albergue de Neda, el de Miño no está precisamente sobre la ruta del Camino. Hay que desviarse un poco.
En el albergue de Miño me recibió una mujer que me dio una bolsa pequeña para poner el calzado justo en la entrada y una bolsa enorme para poner la mochila: disposiciones por el Covid. Luego, la misma mujer me escoltó hasta la habitación comentándome el horario del albergue (había que estar antes de las 22.00 dentro, caso contrario, dormiría fuera) y que la cocina no se podía utilizar (Covid otra vez).
El albergue disponía de dos habitaciones grandes, aunque la cantidad de camas disponibles estaba reducida. Una vez más: Covid. Había varias camas forradas en plásticos que daban cuenta de que no se podían utilizar.
Exhausto, me di una ducha, lavé la ropa y la colgué de una forma muy precaria de una silla y del borde de la cama. Acto seguido, me tiré a dormir una breve siesta mientras mi hombros, mis gemelos y mis pies se peleaban por ver quién se llevaba la medalla de oro al dolor por todos los kilómetros de la que, definitivamente, iba a ser la etapa más exigente del Camino.
Luego, me dirigí a un supermercado cercano a comprar unos víveres. Al salir del albergue constaté que había una cuerda para colgar la ropa recién lavada y me sentí un poco tonto por haber improvisado con la silla y la cama.
Pasé la tarde en la playa de ría que hay en Miño leyendo y descansando para volver al albergue sobre las 20.00. Hora y media más tarde ya estaba en la cama y tardaría poco tiempo en quedarme dormido.
Etapa 3: Miño – Betanzos
De acuerdo con lo que marcaba el folleto que me dieron en la oficina de atención del peregrino de Ferrol, la tercera etapa del Camino inglés que empieza en Ferrol (este Camino también se puede comenzar en Coruña) es la que va desde Miño hasta Bruma y tiene 38,7 kilómetros. Si el día anterior había terminado destruido tras haber hecho menos de 30 kilómetros, no me imagino lo que hubiera sido, si al día siguiente hubiese hecho casi 40. Así que decidí hacer esta este tramo del Camino en dos etapas: Miño-Betanzos y luego Betanzos-Bruma.
Creo que fue una idea acertada, aunque, si tuviese que volver a hacerlo, organizaría las paradas de otra manera: concluiría la segunda etapa en Pontedeume (que me resultó bastante más bonito que Miño) y desde ahí seguiría en una tercera etapa hasta Betanzos.
En fin, la tercera etapa la comencé super temprano: a las 6.15 sonó mi despertador, agarré mis cosas tratando de hacer el menor ruido posible para no despertar a mis compañeros que aún dormían y bajé a la sala común a acomodar todo para partir. A las 7.00 ya estaba en marcha, aunque no tardé en parar: apenas había desayunado una fruta y, yo para funcionar, necesito a la mañana algo caliente en el estómago. Por suerte, el día anterior había visto que a tan solo 500 metros del albergue había una esquina de vending donde había una maquinita expendedora de café y donde improvisé un desayuno.
Tengo que decir que, para mí,este es uno de los principales problemas de hacer el Camino en esta época de Covid: si empezamos la etapa muy temprano y no podemos utilizar la cocina del albergue para hacer un café o un té, eso significa que hay que tener algo preparado para improvisar un desayuno por el camino hasta que los bares abran (la mayoría no lo hacía hasta las 8.00 por lo menos).
Supongo que muchos se estarán preguntando por qué no comencé la etapa más tarde, cuando los bares y cafeterías estaban abiertos. Por dos motivos: el primero es que bien temprano el clima está más fresco y eso ayuda mucho a caminar más ligero. El segundo es que si salía más tarde, llegaría más tarde y, si la etapa fuese larga, lo más probable es que llegase a destino cuando los restaurantes tuviesen la cocina cerrada para almorzar. La alternativa sería comer a lo largo de la etapa, pero esto lo descarté de lleno porque no me hubiese gustado ir caminando con el estómago muy lleno. No obstante, con un poco de organización, un buen termo y un mate, pude sortear fácilmente este obstáculo del desayuno.
Además no recuerdo haber pasado por ningún bar o restaurante en todo el recorrido que va desde Miño hasta Betanzos.
La etapa fue corta: poco más de 14 kilómetros, casi nada al lado de la del día anterior. Llegué muy temprano a Betanzos (sobre las 10.30) y, por supuesto, me encontré con el albergue cerrado. No me hice problema porque el albergue de Betanzas está en el centro de la ciudad (otra vez, no está 100% en el Camino, hay que desviarse un poco) así que me fui a un bar a desayunar en una bonita terraza y a descansar por casi dos horas y media, mientras tomaba notas para este diario de viaje.
Sobre las 13.00, me dirigí al albergue y para mi sorpresa me encontré con la misma mujer del albergue de Miño. Al parecer, iba intercalando su trabajo entre un albergue y otro.
A diferencia del albergue de Miño, en el de Betanzos no me dieron una bolsa grande para guardar la mochila (según la mujer que estaba a cargo, esto era así porque en ese albergue no había este tipo de bolsas). Además, en este albergue se podía utilizar la lavadora (en Miño, si mal no recuerdo, no era posible). No obstante, como sólo tenía que lavar una camiseta, un short y unas medias, lavé todo a mano y, esta vez, busqué un lugar apropiado para tender la ropa mojada en vez de improvisar con los bordes de la cama.
A diferencia del día anterior, a la hora de comer estaba bastante descansado, no me dolían (demasiado) los pies y decidí salir a buscar algún lugar para almorzar: quería probar la famosa tortilla de Betanzos.
Le pregunté por alguna recomendación a la mujer del albergue y me dio el nombre de dos lugares, pero me encontré con que uno estaba cerrado y el otro se iba un poco del presupuesto que quería gastar, así que fui a otro que encontré por ahí que tampoco era muy barato que digamos, pero sí un poco más económico del que había descartado.
Después me dispuse a dar un par de vueltas por la ciudad. Había investigado un poco sobre la ciudad y sabía que en la plaza principal está el cine más antiguo de España (el cine teatro Alfonsetti). Además, deambulando por las calles de Betanzos me encontré con casas muy bonitas, un río (los ríos siempre engalanan las ciudades) y, para mi fortuna, también me encontré con mi heladería gallega favorita, Bico de Xeado, así que no me pude resistir a darme otro capricho gastronómico.
En las últimas horas de la tarde, pasé por una farmacia a comprar unos parches de silicona para las ampollas de los pies, fui al albergue a preparar las cosas para el día siguiente y me metí en la cama antes de las 22.00 a leer para quedarme dormido antes de las 23.00.
Seguí caminando y varios kilómetros más adelante me encontré con una bifurcación en la que era posible continuar la ruta tradicional del Camino o tomar un desvío para seguir por la Ruta dos Amilladoiros que al finalizar vuelve a conectar con el Camino. Decidí quedarme en el Camino tradicional ya que sabía que la etapa era lo suficientemente larga como para agregarle más kilómetros. Afortunadamente, en el punto en el que convergen el Camino y la Ruta dos Amilladoiros hay un bonito lago con una zona de descanso que cuenta con un bar donde paré a descansar un poco (sacarme las zapatillas para darle aire a los pies), comer una fruta, ir al baño y comprar agua para encarar la parte final de la etapa.
Cuando llevaba unos 24 kilómetros, volví a cruzarme con las peregrinas que me había cruzado anteriormente. Estaban tomando algo en un bar llamado Casa Avelina. A propósito de la anfitriona del bar, las peregrinas me comentaron: “esta mujer nos está atendiendo de maravilla y la comida está muy bien”. Al cabo de unos segundos, salió Avelina con un álbum de fotos en mano para presumir de la vez en que la hermana de John Lennon había pasado por el bar. Me preguntó si quería parar a comer algo y decliné la invitación ya que pocos kilómetros antes ya había parado y que, como comenté anteriormente, no me gusta almorzar durante las etapas. Así y todo, se ofreció muy gentil a sellar mi credencial. Un detalle algo curioso es que no solamente me puso el sello del bar, sino que también me puso otro con la figura de San Roque. En los días siguientes, iba a corroborar que esto suele suceder en varios lugares donde sellan la credencial.
Casi llegando a Bruma, me adelantó un señor de unos 70 años en bicicleta que me preguntó si iba al albergue de peregrinos. Le dije que sí y me animó a seguir: “¡sólo te faltan 200 metros!”. Al llegar al albergue, constaté que el mismo señor, Benigno, era el encargado del mismo. Selló mi credencial (también me estampó un santo, en este caso, San Lorenzo) y me dio las indicaciones pertinentes del funcionamiento del albergue. Básicamente las mismas que las de los albergues anteriores.
Luego me dirigí al restaurante que se encontraba a tan solo 30 metros del albergue a comer un buen menú a precio de peregrino (es decir, por menos de diez euros).
Debo decir que este fue uno de los días que más disfruté del Camino: la etapa pasaba por muchas zonas de pinares con largos pasillos de árboles que lo cobijaban a uno con una sombra que proyectaba frescura, tranquilidad y que estaba decorada por la banda sonora de los pájaros de la zona.
Además, la pequeña parroquia de Bruma no invitaba mucho a salir a hacer turismo, así que pasé gran parte de la tarde tirado en la zona verde junto al albergue leyendo y tomando notas para este blog.
En las últimas horas de la tarde, me puse a pensar en la mañana siguiente y decidí ir a buscar provisiones para el desayuno. Le pregunté a Benigno por un lugar para hacer las compras: “el súper más cercano está a dos kilómetros”. Dos kilómetros no eran nada para alguien que venía caminando una media de 25 al día, pero así y todo me costó decidirme a ir hasta el súper en cuestión. Encima, al llegar a la puerta del mismo, me di cuenta de que no llevaba la mascarilla y proferí todo tipo de insultos hacia mi persona por el descuido. Por suerte, justo en frente había una ferretería donde pude comprar una.
A eso de las 20.00 fui a tomar unas cervezas con unos peregrinos que conocí en el albergue y a las 22.00 ya estaba en la cama durmiendo.
Etapa 5: Bruma – Sigüeiro
Una vez más, el despertador sonó bien temprano: 6.15. Cumplí con la rutina de las últimas mañanas: salir sigiloso de la habitación, improvisar un desayuno y ponerme en marcha sobre las 7.00. Al igual que el día anterior, la etapa estuvo llena de verde, bonitos pasillos de árboles y mucha tranquilidad. Por supuesto, cuando el sol comenzaba a subir (casi sobre las 8.30) paré en un bar a darme el capricho cafetero de casi todas las mañanas.
Una de las cosas que más me sorprendió aquel día fue la que encontré cuando llevaba caminados unos 20 kilómetros de etapa: un cartel señalaba un pequeño desvío hacia una taberna de lo más curiosa. Decidí asomarme a curiosear. La taberna en cuestión era una vieja construcción de barro y piedra de los años ‘30 donde un hombre de unos sesenta años atendía a sus clientes con música de rock clásico de fondo. Una perra llamada Rosi se entretenía con su amo, el encargado del lugar, atrapando la pelota que él le tiraba. El hombre en cuestión me contó que siguiendo por su propiedad se podían caminar unos 200 metros de lo que era el antiguo trazado del Camino que había sido reemplazado por el tramo que discurre paralelo a la autopista que lleva a Santiago. Bebí un agua y decidí caminar esos 200 metros de la antigua corredoira.
Luego, en el tramo final hacia Sigüeiro me crucé con una familia numerosa que venía haciendo el Camino desde Coruña: papá, mamá, hijo, hija, hijo 2, hija 2, la abuela… ¡todos! El padre me contó que eran de Madrid y que su idea era llegar esa misma tarde a Santiago. Yo le comenté que estaba a pocos kilómetros de concluir mi etapa. Así fue, tras pasar un polígono que le quitó un poco de belleza a la etapa y luego junto a un pequeño río que fue la antesala a la entrada de la ciudad de Sigüeiro.
Me dirigí al albergue dejando atrás una piscina que se veía de lo más tentadora (pensé seriamente en ir a pasar la tarde allí, aunque luego cambié el plan por unas cervezas en una terraza con un partido del Depor de fondo).
Una nota importante: en Sigüeiro no hay albergues públicos. Opté por uno privado llamado albergue Mirás. Era un poco más caro que los públicos (15 euros contra los 8 que cuestan los que lleva la Xunta), pero en contraposición, la habitación es compartida con menos gente: había cuatro camas de las cuales solo dos se podían ocupar y, al no venir ningún otro peregrino a la habitación, la tuve para mi solo.
Almorcé muy bien en el restaurante anexo al albergue y luego fui a acomodar mis cosas. El epílogo de la tarde fue, como comenté anteriormente, sentarme en un bar a tomar unas cervezas mientras veía muy por encima un partido de segunda división entre el Deportivo La Coruña y el Mirandés.
Etapa 6: Sigüeiro – Santiago
El día había llegado: la última etapa estaba por delante. Esa mañana salí un poco más tarde que de costumbre: recién a las 8.00 estaba en marcha. Paré en una gasolinera a tomar un café y comer un yogur para luego seguir rumbo a Santiago. Pensé que la etapa no iba a ser muy interesante porque prejuzgué que iría paralela a la autopista con ruido de coches de fondo, rodeado de cemento y poco verde. Me equivoqué: ni bien salí de Sigüeiro, los senderos pavimentados quedaron atrás y me interné una vez más en el frondoso verde que tanto me gusta de las etapas del Camino.
El panorama cambió cuando quedaban cinco kilómetros para llegar a Santiago y atravesé, una vez más, un polígono industrial. Cuando el polígono quedó atrás, ya estaba en Santiago: no específicamente en el casco antiguo, pero en la ciudad al fin y al cabo.
Cuando me faltaban apenas dos kilómetros para llegar, encontré una iglesia que tenía un cartel llamativo: “Último sello antes de llegar a Santiago”. Por supuesto, ingresé a pedirlo: fue el único sello que obtuve en una iglesia, ya que, siempre que pasaba por una, las encontraba cerradas. El hombre que me estampó ese sello en la parroquia de San Cayetano adjuntó una estampita del santo a la credencial.
Luego proseguí hacia el centro y, para mi sorpresa, ya no volví a encontrar los mojones que indican la distancia que quedaba para llegar a la Catedral. Sí encontré alguna que otra flecha amarilla, pero a medida que me iba acercando a la Praza do Obradoiro, las indicaciones cada vez eran menos frecuentes.
Yo ya había estado en Santiago varias veces y me hacía una idea bastante acabada del mapa del casco antiguo de la ciudad, sin embargo, temí perderme. Pero cuando pensé que estaba yendo en dirección incorrecta, la pista menos esperada me indicó el camino hacia la Catedral: el sonido de las gaitas de los músicos que suelen colocarse justo debajo de un arco anexo a la Catedral. Seguí la música celta, pasé aquella arcada y ahí lo encontré: el final del Camino.
La mezcla de sensaciones que me embargaron fue bastante curiosa: ya había estado en esa misma plaza en muchísimas ocasiones, pero era la primera vez que lo hacía en condición de peregrino, después de caminar más de 100 kilómetros con una pesada mochila en la espalda y muchos recuerdos que harían de esa aventura algo singular.
Me saqué la obligatoria foto frente a la fachada de la catedral y me emocioné un poco por la “hazaña” lograda.
Rápidamente, decidí que entraría a la catedral: no había hecho el Camino por motivos religiosos y creí pertinente no meterme en un espacio cerrado muy atestado de turistas y peregrinos debido a la situación actual con el Covid. Además, el típico ritual del abrazo a la figura del apóstol está prohibido debido a la situación epidemiológica.
Caminé los escasos metros que separan la plaza de la oficina de atención al peregrino donde en poco menos de un cuarto de hora realicé los trámites pertinentes para obtener la Compostela y el certificado de distancia.
Y después… seguí.